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viernes, 22 de enero de 2021

Sobre la fotografía - Susan Sontag

Todo empezó con un ensayo sobre algunos problemas estéticos y morales que plantea la omnipresencia de imágenes fotografiadas, pero cuanto más reflexionaba en lo que son las fotografías, se tornaban más complejas y sugestivas. De modo que uno generó otro, y éste (para mi desconcierto otro más, y así sucesivamente –una progresión de ensayos sobre el significado y la trayectoria de las fotografías– hasta que llegué lo bastante lejos para que el argumento bosquejado en el primer ensayo, documentado y desarrollado en los siguientes, pudo recapitularse y prolongarse de un modo más teórico, y detenerse. Los ensayos se publicaron por primera vez (con pocas diferencias) en The New York Review of Books, y quizás nunca los habría escrito sin el aliento que sus directores, mis amigos Roben Silvers y Barbara Epstein, dieron a mi obsesión por la fotografía. A ellos, así como a mi amigo Don Eric Levine, agradezco los pacientes consejos y la pródiga ayuda. S. S.   Mayo de 1977  

La humanidad persiste irredimiblemente en la caverna platónica, aún deleitada, por costumbre ancestral, con meras imágenes de la verdad. Pero educarse mediante fotografías no es lo mismo que educarse mediante imágenes más antiguas, más artesanales. En primer lugar, son muchas más las imágenes del entorno que reclaman nuestra atención. El inventario comenzó en 1839 y desde entonces se ha fotografiado casi todo, o eso parece.   

Esta misma avidez de la mirada fotográfica cambia las condiciones del confinamiento en la caverna, nuestro mundo. Al enseñarnos un nuevo código visual, las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar. Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión. Por último, el resultado más imponente del empeño fotográfico es darnos la impresión de que podemos contener el mundo entero en la cabeza, como una antología de imágenes.
Coleccionar fotografías es coleccionar el mundo. El cine y los programas de televisión iluminan las paredes, vacilan y se apagan; pero con las fotografías fijas la imagen es también un objeto, ligero, de producción barata, que se transporta, acumula y almacena fácilmente. En Les Carabiniers [Los carabineros»] (1963), de Godard, dos perezosos lumpen campesinos se alistan en el ejército del rey tentados con la promesa de que podrán saquear, violar, matar o hacer lo que se les antoje con el enemigo, y enriquecerse. Pero la maleta del botín que Michel-Angel y Ulysses llevan triunfalmente a sus mujeres, años después, resulta que sólo contiene postales, cientos de postales, de monumentos, tiendas, mamíferos, maravillas de la naturaleza, medios de transporte, obras de arte y otros clasificados tesoros del mundo entero.
La broma de Godard parodia con vivacidad el encanto equívoco de la imagen fotográfica. Las fotografías son quizás los objetos más misteriosos que constituyen, y densifican, el ambiente que reconocemos como moderno. Las fotografías son en efecto experiencia capturada y la cámara, esa arma ideal de la conciencia en su talante codicioso. Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado. Significa establecer con el mundo una relación determinada que parece conocimiento y, por lo tanto, poder. Una primera y hoy célebre caída en la alienación, la cual habituó a la gente a abstraer el mundo en palabras impresas, se supone que engendró ese excedente de energía fáustica y deterioro psíquico necesarios para construir las modernas sociedades inorgánicas. Pero lo impreso parece una forma mucho menos engañosa de lixiviar el mundo, de convertirlo en objeto mental, que las imágenes fotográficas, las cuales suministran hoy la mayoría de los conocimientos que la gente exhibe sobre la apariencia del pasado y el alcance del presente. Lo que se escribe de una persona o acontecimiento es llanamente una interpretación, al igual que los enunciados visuales hechos a mano, como las pinturas o dibujos. Las imágenes fotográficas menos parecen enunciados acerca del mundo que sus fragmentos, miniaturas de realidad que cualquiera puede hacer o adquirir.

Las fotografías, que manosean la escala del mundo, son a su vez reducidas, ampliadas, recortadas, retocadas, manipuladas, trucadas. Envejecen, atacadas por las consabidas dolencias de los objetos de papel; desaparecen; se hacen valiosas, y se compran y venden; se reproducen. Las fotografías, que almacenan el mundo, parecen incitar el almacena    miento. Se adhieren en álbumes, se enmarcan y se ponen sobre mesas, se clavan en paredes, se proyectan como diapositivas. Los diarios y revistas las destacan; los policías las catalogan; los museos las exhiben; las editoriales las compilan. Durante muchos decenios, el libro fue el modo más influyente de ordenar (y por lo común de reducir) fotografías, garantizando así su longevidad, si no su inmortalidad –las fotografías son objetos frágiles que se rompen o extravían con facilidad–, y un público más amplio. La fotografía en un libro es, obviamente, la imagen de una imagen. Pero ya que es, para empezar, un objeto impreso, liso, una fotografía pierde su carácter esencial mucho menos que un cuadro cuando se la reproduce en un libro. Con todo, el libro no es un arreglo enteramente satisfactorio para poner en circulación general conjuntos de fotografías. La sucesión en que han de mirarse las fotografías la propone el orden de las páginas, pero nada obliga a los lectores a seguir el orden recomendado ni indica  cuánto tiempo han de dedicar a cada una. La película Si j’auais quatre dromadaires [«Si tuviera cuatro dromedarios»] (1966) de Chris Marker, una meditación brillantemente orquestada sobre fotografías de todo género y asunto, propone un modo más sutil y riguroso de almacenar (y ampliar) fotografías fijas. Se imponen el orden y el tiempo exacto de contemplación, y se gana en legibilidad visual e impacto emocional. Pero las fotografías transcritas en una película dejan de ser objetos coleccionables, como lo son aun cuando se presentan en libros.

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