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viernes, 22 de enero de 2021

Sobre la fotografía - Susan Sontag

Todo empezó con un ensayo sobre algunos problemas estéticos y morales que plantea la omnipresencia de imágenes fotografiadas, pero cuanto más reflexionaba en lo que son las fotografías, se tornaban más complejas y sugestivas. De modo que uno generó otro, y éste (para mi desconcierto otro más, y así sucesivamente –una progresión de ensayos sobre el significado y la trayectoria de las fotografías– hasta que llegué lo bastante lejos para que el argumento bosquejado en el primer ensayo, documentado y desarrollado en los siguientes, pudo recapitularse y prolongarse de un modo más teórico, y detenerse. Los ensayos se publicaron por primera vez (con pocas diferencias) en The New York Review of Books, y quizás nunca los habría escrito sin el aliento que sus directores, mis amigos Roben Silvers y Barbara Epstein, dieron a mi obsesión por la fotografía. A ellos, así como a mi amigo Don Eric Levine, agradezco los pacientes consejos y la pródiga ayuda. S. S.   Mayo de 1977  

La humanidad persiste irredimiblemente en la caverna platónica, aún deleitada, por costumbre ancestral, con meras imágenes de la verdad. Pero educarse mediante fotografías no es lo mismo que educarse mediante imágenes más antiguas, más artesanales. En primer lugar, son muchas más las imágenes del entorno que reclaman nuestra atención. El inventario comenzó en 1839 y desde entonces se ha fotografiado casi todo, o eso parece.   

Esta misma avidez de la mirada fotográfica cambia las condiciones del confinamiento en la caverna, nuestro mundo. Al enseñarnos un nuevo código visual, las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar. Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión. Por último, el resultado más imponente del empeño fotográfico es darnos la impresión de que podemos contener el mundo entero en la cabeza, como una antología de imágenes.
Coleccionar fotografías es coleccionar el mundo. El cine y los programas de televisión iluminan las paredes, vacilan y se apagan; pero con las fotografías fijas la imagen es también un objeto, ligero, de producción barata, que se transporta, acumula y almacena fácilmente. En Les Carabiniers [Los carabineros»] (1963), de Godard, dos perezosos lumpen campesinos se alistan en el ejército del rey tentados con la promesa de que podrán saquear, violar, matar o hacer lo que se les antoje con el enemigo, y enriquecerse. Pero la maleta del botín que Michel-Angel y Ulysses llevan triunfalmente a sus mujeres, años después, resulta que sólo contiene postales, cientos de postales, de monumentos, tiendas, mamíferos, maravillas de la naturaleza, medios de transporte, obras de arte y otros clasificados tesoros del mundo entero.
La broma de Godard parodia con vivacidad el encanto equívoco de la imagen fotográfica. Las fotografías son quizás los objetos más misteriosos que constituyen, y densifican, el ambiente que reconocemos como moderno. Las fotografías son en efecto experiencia capturada y la cámara, esa arma ideal de la conciencia en su talante codicioso. Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado. Significa establecer con el mundo una relación determinada que parece conocimiento y, por lo tanto, poder. Una primera y hoy célebre caída en la alienación, la cual habituó a la gente a abstraer el mundo en palabras impresas, se supone que engendró ese excedente de energía fáustica y deterioro psíquico necesarios para construir las modernas sociedades inorgánicas. Pero lo impreso parece una forma mucho menos engañosa de lixiviar el mundo, de convertirlo en objeto mental, que las imágenes fotográficas, las cuales suministran hoy la mayoría de los conocimientos que la gente exhibe sobre la apariencia del pasado y el alcance del presente. Lo que se escribe de una persona o acontecimiento es llanamente una interpretación, al igual que los enunciados visuales hechos a mano, como las pinturas o dibujos. Las imágenes fotográficas menos parecen enunciados acerca del mundo que sus fragmentos, miniaturas de realidad que cualquiera puede hacer o adquirir.

Las fotografías, que manosean la escala del mundo, son a su vez reducidas, ampliadas, recortadas, retocadas, manipuladas, trucadas. Envejecen, atacadas por las consabidas dolencias de los objetos de papel; desaparecen; se hacen valiosas, y se compran y venden; se reproducen. Las fotografías, que almacenan el mundo, parecen incitar el almacena    miento. Se adhieren en álbumes, se enmarcan y se ponen sobre mesas, se clavan en paredes, se proyectan como diapositivas. Los diarios y revistas las destacan; los policías las catalogan; los museos las exhiben; las editoriales las compilan. Durante muchos decenios, el libro fue el modo más influyente de ordenar (y por lo común de reducir) fotografías, garantizando así su longevidad, si no su inmortalidad –las fotografías son objetos frágiles que se rompen o extravían con facilidad–, y un público más amplio. La fotografía en un libro es, obviamente, la imagen de una imagen. Pero ya que es, para empezar, un objeto impreso, liso, una fotografía pierde su carácter esencial mucho menos que un cuadro cuando se la reproduce en un libro. Con todo, el libro no es un arreglo enteramente satisfactorio para poner en circulación general conjuntos de fotografías. La sucesión en que han de mirarse las fotografías la propone el orden de las páginas, pero nada obliga a los lectores a seguir el orden recomendado ni indica  cuánto tiempo han de dedicar a cada una. La película Si j’auais quatre dromadaires [«Si tuviera cuatro dromedarios»] (1966) de Chris Marker, una meditación brillantemente orquestada sobre fotografías de todo género y asunto, propone un modo más sutil y riguroso de almacenar (y ampliar) fotografías fijas. Se imponen el orden y el tiempo exacto de contemplación, y se gana en legibilidad visual e impacto emocional. Pero las fotografías transcritas en una película dejan de ser objetos coleccionables, como lo son aun cuando se presentan en libros.

REFLEXIONES EN TORNO LA INDUSTRIA CULTURAL: MEDIOS, PODER Y DOMINACIÓN. Guillermo Marín Vargas

 Introducción  
 

Los medios de comunicación han estado en el ojo de las ciencias sociales desde la aparición de las primeras plataformas de comunicación social. En esta línea de estudio, se han fundado variados modelos y visiones para entender sus efectos y funcionamiento (McQuail, 2000). Los intelectuales que han dedicado esfuerzos a explicar su influencia en el comportamiento social se han diferenciado en dos grandes interpretaciones.  
Una primera plantea que los medios contribuyen al buen funcionamiento de las sociedades y que aportan a generar condiciones deseables para la democracia liberal. En esta perspectiva, los medios son poderosos y son órganos de mantención de estatus quo.  
Mientras que, para una segunda postura, los medios son instrumentos de dominación de las élites dominantes hacia los sectores más vulnerables de la sociedad o, en lenguaje marxista: el proletariado. Esta línea de pensamiento hace un diagnóstico pesimista de la sociedad liberal capitalista. Sostiene que, a pesar de la promesa de Karl Marx sobre la emancipación de la clase obrera y la posibilidad de construir una sociedad mundial basada en la colectivización de los medios de producción (Marx & Engels, 1848), la sociedad contemporánea sigue funcionando bajo lógicas de dominación sistemática y que las posibilidades de emancipación de los trabajadores se hacen cada vez más difíciles por el rol que cumplen los medios. Estos son agentes de adormecimiento de la clase y no permiten que se generen condiciones para el proceso liberador predicho por Marx y Engels.   
 

Esta segunda mirada es acuñada primeramente por intelectuales vinculados a la Escuela de Frankfurt, centro de pensamiento que se dedicó al estudio del marxismo, no desde una perspectiva de militante, sino desde la complejización de los conceptos y problemas de la obra misma de Marx (Muñoz, 2009). Justamente en esta línea de pensamiento se enmarca el trabajo de los intelectuales Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, llamado “La industria cultural. Iluminismo como mistificación de masas”.  
En términos generales, esta obra hace una crítica a las formas que adquiere la cultura en una sociedad capitalista. En ese sentido, la industria cultural se constituye como la tecnificación, homogenización, mercantilización y banalización del arte y la cultura. Los autores plantean que mediante el consumo de esta nueva “cultura” las audiencias se constituyen como masas, sin capacidad de discernir sobre que consumir. La industria domina todos los espacios. Lo nuevo lo transforma en parte de ella, filtrando lo profundo de los argumentos de cierta obra, transformándola en producto de consumo, bajo el marco de la entretención de las audiencias. La industria genera una relación de dominación entre los poderosos –dueños de los centros productivos y financieros– por sobre los obreros, comerciantes, empleados, etc. Estos son los principales consumidores de los productos generados por esta industria. Para sistematizar los principales argumentos de los autores, se destacará tres puntos principales de su propuesta. Estos se discutirán, teniendo en cuenta sus ventajas y desventajas. Además, se reflexionará en torno a los cambios en la ciudadanía y la diversificación de los medios y usos que tienen estos en nuestra sociedad.  
 

Racionalidad técnica y producción  
 

Los autores inician su diagnóstico desde la premisa de que la sociedad capitalista ha impuesto una racionalidad técnica en todos los espacios sociales, donde las formas de acumulación capitalistas están ampliamente legitimadas. Frente a esto, la cultura ha sido afectada de manera transversal. Tal como se racionaliza el proceso productivo de un auto, la industria cultural define procedimientos con los cuales se genera una nueva película o una nueva pieza musical.  De esta manera, la industria realiza control de calidad a todos los productos que emergen. El fin es generar productos de consumo amplio y fácil. No existe espacio para la producción sin esta racionalidad. Lo nuevo es transformado en moda, vendible, consumible y que aporta al fin último de la industria, que es generar condiciones para la mantención del sistema económico capitalista.  
 

Homogenización de la cultura  
 

Para los autores, uno de los síntomas más evidentes de la transformación del arte y la cultura en una industria es la homogenización. La industria cultural filtra y clasifica los productos en categorías preestablecidas por los productores y ejecutivos de la industria. Estos tienen el rol de transformar una obra innovadora en un producto de consumo masivo, igualándolo simbólicamente al resto de los productos. No hay espacio para la diferencia, toda gira en torno a un mismo propósito: entretención y consumo para la dominación. El funcionamiento de esta industria amedrenta de forma directa el desarrollo de las artes, la creatividad y la espontaneidad, transformándolo en meros artificios creativos. Los autores ejemplifican esta argumentación diciendo que en un film se puede siempre saber en seguida cómo terminará, quién será recompensado, castigado u olvidado. En el caso de la música ocurre el mismo fenómeno. El oído preparado puede adivinar la continuación desde los primeros compases y sentirse feliz cuando llega. (Adorno & Horkheimer, 2006).  
De esta manera, el arte y la cultura se transforman en productos de distribución masiva, de producción en cadena, obviando las diferencias y las alternativas. La racionalidad técnica capitalista abarca un todo, incluso en este espacio que históricamente fue reservado para la innovación y la diferencia.  
 

Dominación y emancipación   
 

Por último, es importante desatar los efectos de la industria en la clase trabajadora. El contexto antes descrito –racionalidad técnica y cultura homogenizada– genera en la clase trabajadora una especie de adormecimiento. La industria cultural genera deseos en los trabajadores por medio de la creación de conciencia acerca del buen vivir y del consumo. Los obreros consumen esa información como única y legítima. De esta manera, la industria cultural ejerce una dominación simbólica de los sujetos, influyendo en sus valoraciones acerca de los procesos de consumo político, cultural, educacional y material. Los medios imponen cierta moral, aceptada sin resistencia por la clase obrera. Además, la industria naturaliza la dominación planteada por Marx de los dueños de los medios de producción por sobre quienes sólo poseen su fuerza de trabajo (Marx & Engels, 1848). Así, la industria mantiene a los trabajadores manipulados en ambos ámbitos: material y simbólico. Por otro lado, la industria capitalista es capaz de satisfacer los deseos de los dominados mediante la producción y comercialización de bienes y servicios. Es un círculo donde los obreros no tienen capacidad de discurso crítico, ni mucho menos capacidad de emancipación.  
 

Ventajas y desventajas del modelo  
 

Teniendo en cuenta estos puntos, se realizará una reflexión en torno a las ventajas y desventajas de este modelo de análisis de la sociedad y los medios de comunicación. Se tomará en cuenta aspectos del caso chileno para ejemplificar las reflexiones en torno a la pregunta inicial.   El diagnóstico realizado por los autores en torno a la racionalidad de las sociedades contemporáneas se ajusta en buena medida a la profundización de las lógicas de interacción técnica que mantiene la sociedad chilena. Este tipo de racionalidad ha invadido la mayoría de los aspectos de nuestra vida en comunidad. La política, la cultura y en mayor medida la economía, funcionan bajo esta lógica.   

El sociólogo chileno Tomás Moulian diagnosticaba esta situación en su conocida obra Chile actual:   
 Anatomía de un mito, en el año 1997. En este trabajo, el autor analiza cómo las lógicas neoliberales han sido ampliamente aceptadas por las élites, generando condiciones para legitimar el modelo de sociedad heredada del gobierno militar de manera transversal (Moulian, 1997). En Chile y en el resto del mundo, la racionalidad técnica es hegemónica y en algunos casos es vista como ciencia. Esta racionalidad se impone por sobre otras formas de interacción basadas en la solidaridad y el sincero altruismo. Todo debe tener un fin.  
Los autores fueron visionarios en este aspecto, la racionalidad técnica se ha impuesto en todos los espacios. Este aspecto de su reflexión es una buena herramienta interpretativa de la sociedad actual y sus problemas.  
Hollywood y su industria son hegemónicos a nivel mundial. Los grandes sellos discográficos siguen   siendo los que controlan lo que se escucha en gran parte del mundo. Los movimientos alternativos se transformaron en modas de alcance mundial. Lo diferente se sigue procesando y vendiendo como producto. Además, la creación de nuevos medios de difusión de los productos ha facilitado la rapidez y la transversalización del consumo. Sin embargo, bajo ciertas condiciones sociopolíticas de cambio, es posible observar que los productos culturales son utilizados como formas de difusión de discursos anti-sistema. Este punto –que para los autores es totalizante– es posible matizarlo en términos de que la cultura no es en todos los casos dominada por las lógicas de producción de la industria cultural. La profundización de las democracias en el mundo ha facilitado la generación de espacios alternativos de creación simbólica.   
 

Sin embargo, para matizar este aspecto, es necesario partir desde la premisa de que las sociedades han avanzado desde sujetos dominados hacia ciudadanos provistos de derechos. Este punto marca un quiebre con la concepción de masas propuesta por los autores. Los ciudadanos, a diferencia de la masa, son poseedores de derecho a elegir y discriminar. Ahora, es innegable la influencia de centros productivos culturales que funcionan con las lógicas propuestas por los autores.  
En este contexto, la concepción de dominación totalizante y sin salida planteada por los autores puede ser cuestionada, tomando en cuenta el rol que han jugado los medios en generar espacios para la visibilización de actores sociales que históricamente han sido postergados y para generar espacios de fiscalización desde la sociedad civil hacia las élites económicas y políticas (Thompson, 2003). En este sentido, la dominación simbólica y material no es –en todos los casos– condición sine qua non de los efectos de la industria cultural y los medios en la sociedad.  
 

La diversificación y evolución en los medios de comunicación social ha aportado en generar cambios en las formas en que se da tratamiento a las demandas que emergen desde la ciudadanía. La evolución en los soportes comunicaciones han generado sociedades interconectadas y con mayores espacios de visibilidad. Este contexto permite generar espacios de no-dominación y, por el contrario, de empoderamiento de sectores no privilegiados de la sociedad.  
En nuestro país, es posible evidenciar este fenómeno mediante la exploración del impacto de las demandas ciudadanas en la televisión y radio. En la investigación realizada por los académicos Cristóbal Marín y Rodrigo Cordero, titulada “Los Medios Masivos y las Transformaciones de la Esfera Pública en Chile”, es posible observar cómo nuevos actores –que no forman parte de las élites sociopolíticas del país– han tenido la posibilidad de aparecer en los medios instalando sus demandas (Cordero & Marín, 2005).  
 

Los medios y la cultura no solo son formas de dominación de las élites hacia los ciudadanos. También, bajo contextos democráticos, son espacios de empoderamiento ciudadano, pues se transforman en plataformas de denuncia y visibilización de actores sociales.  
De esta manera, la argumentación planteada en la industria cultural se presenta como indiferente al rol visibilizador de los medios, como también a la capacidad de reacción que tienen los ciudadanos, como sujetos constitutivos de derecho y libertad de expresión.  
A pesar de que es innegable la influencia de los medios en la promoción de ideas que mantienen el statu quo, sería miope no dar cuenta del impacto que han tenido las nuevas tecnologías en construir espacios alternativos de visibilización de la protesta social y la instalación de demandas emergidas desde la propia sociedad civil.  
 

En conclusión, el diagnóstico generado por Adorno y Horkheimer es preciso como crítico a las lógicas que ha adquirido el modelo capitalista y sus formas de dominación. Sin embargo, carece que una visión moderna y que contemple la creación de formas alternativas de relación sujeto poder, donde los ciudadanos son protagonistas del proceso de creación de discurso y realidad.  

Del Neoclasicismo al Romanticismo (Extractos) Joan Campàs Montaner, Anna González Rueda (…)

Del Neoclasicismo al Romanticismo
(Extractos) Joan Campàs Montaner, Anna González Rueda (…)

Clasicismo de la Revolución es la expresión de la Ética revolucionaria que pone de manifiesto los ideales patriótico-heroicos, las virtudes cívicas romanas, las ideas republicanas de libertad, el heroísmo y el espíritu de sacrificio, el rigor espartano y el autodominio estoico. Es un arte militante, expresión de la ideología en imágenes de una burguesía que lucha por alcanzar el poder: racionalismo compositivo (concentración de las estructuras), sobriedad (arte puramente lineal), exactitud (precisión, limitación a lo más necesario) y severa objetividad suministran su unidad, las bases de este neoclasicismo. La burguesía, que se asfixiaba bajo el Antiguo Régimen que vivía bajo el yugo de la frivolidad rococó de la Corte, cree descubrir su austeridad puritana y su concepción de la virtud cívica en la historia romana: con ella se identificará esta burguesía. Por eso, nos encontramos ante un nuevo concepto de arte:  
            
•   Con la Revolución, el arte se convierte en confesión de fe política.               
•   El arte no es un “ornamento de la estructura social”, sino parte e integrante de sus cimientos.             
•   El arte no es un pasatiempo, un privilegio de ricos, o un estimulante, sino un patrimonio de la nación, puro, verdadero y, por lo tanto, debe instruir, perfeccionar, dar ejemplo y contribuir a la felicidad.
 
Una constante de todo el arte neoclásico es la crítica, que se convierte en condena, del arte inmediatamente precedente, el barroco y el rococó. Se condenan los excesos sin medida, el abandono del arte en manos de la imaginación a la que corresponde el virtuosismo técnico que realiza todo lo imaginado. La cultura barroca es la última cultura clásica; los críticos del barroco quieren corregir la exageración y la deformación del clasicismo, separar el clasicismo-teoría del clasicismo-imaginación. En el momento en el que, en toda Europa, el poder económico y político pasa de las viejas castas privilegiadas a la burguesía, el arte neoclásico acompaña la transformación de las estructuras sociales con la transformación de las costumbres. Pero, de hecho, se ha dicho que la Revolución fue artísticamente estéril, que su arte es una mera continuación del clasicismo rococó; se ha dicho que se puede hablar de revolucionario con referencia a contenidos e ideas, pero no a formas y a medios estilísticos. El neoclasicismo no está rígidamente vinculado a la ideología revolucionaria: David es revolucionario, Canova, no; la utopía urbanística de  Boullée y de Ledoux está unida a la ideología iluminístico-revolucionaria, pero no la reforma urbanística de Berlín, debida en gran parte a Schinkel; las reformas del centro de París y los planes de reestructuración de Milán de Antolini reflejan el nuevo modelo de la “capital”, pero no así la expansión neoclásica de Turín, ni las aportaciones urbanísticas moderadas y típicamente “burguesas” de Valadier en Roma.  

El neoclasicismo, como estilo, no tiene una propia caracterización ideológica, está disponible para cualquier demanda social. De hecho, la auténtica creación estilística de la Revolución no es este clasicismo, sino el romanticismo (la separación entre neoclasicismo y romanticismo tiene lugar entre  1820-1830). La Revolución tenía nuevos designios políticos, nuevas instituciones sociales, nuevas  normas jurídicas..., pero no tenía una nueva sociedad que hablara un lenguaje nuevo, y por eso utilizó uno de los códigos vigentes.  

Podemos definir, pues, el neoclasicismo como un movimiento estético de base intelectual, expresión de la ideología en imágenes de la burguesía ascendente que critica los excesos y el virtuosismo del arte inmediatamente precedente, y que se quiere comprometer a fondo con la problemática de su tiempo. Teóricos como Winckelmann y Quatremère de Quincy, pintores como Mengs, David, escultores como Canova y Thorvaldsen, y arquitectos como Percier, Fontaine, Schinkel, Antolini, Valadier, Boullée y Ledoux pueden ser considerados como los representantes más destacados de esta tendencia.  

Surgido por primera vez en Roma, estimulado por los descubrimientos realizados en Pompeya y en Herculano, el movimiento se propaga rápidamente a Francia por el  intercambio de alumnos pintores y escultores de la Academia de Francia en Roma, a Inglaterra y al resto del mundo. Basado  en los principios de Winckelmann, que preconiza una vuelta a los valores de virtud y de sencillez de la Antigüedad, quiso reunir todas las artes en lo que recibió el nombre de “el gran gusto”. Podemos hablar de auténtico neoclasicismo a partir de mediados del siglo XVIII, después de la teorización de Winckelmann y de Mengs. Su fase culminante de expansión por Europa, e incluso por los Estados Unidos, es la que va de los inicios del XIX hasta el final del Imperio (1815), y toma el nombre, precisamente por eso, de “estilo imperio”. La oleada romántica será el producto de la reacción de la cultura europea al hecho de que pone fin a la epopeya napoleónica y, con ella, al mito del héroe como único, supremo y universal protagonista de la historia. El arte neoclásico se sirve, sin ningún prejuicio, de todos los medios que la técnica pone a su disposición. En arquitectura, el principio de la correspondencia de la forma con la función estática lleva al cálculo escrupuloso de los pesos y las tensiones, al estudio de la resistencia intrínseca de los materiales. Es precisamente la arquitectura neoclásica la que experimenta los nuevos materiales y revalora, en el plano estético, la investigación técnico-científica de los ingenieros. En las artes figurativas, la base de todo es el dibujo, el fino trazo lineal, que sin duda no existe en la naturaleza ni se da en la percepción de lo real, pero que traduce en concepto intelectual la noción sensorial del objeto. Se quiere educar en la claridad absoluta de la línea, que reduce a lo esencial y no da lugar al probabilismo de las interpretaciones.

Manipulación de las masas y propaganda en la Alemania nazi (Extractos), Julián Echazarreta Carrión - Guillermo López García

 Manipulación de las masas y propaganda en la Alemania nazi (Extractos),
Julián Echazarreta Carrión - Guillermo López García

Las causas del ascenso del poder del Partido Nazi es una de las cuestiones más abordadas por los historiadores a lo largo del siglo XX. Numerosos son los factores que se tienen en cuenta a la hora de intentar dar explicación a lo que luego devendría uno de los regímenes políticos más sanguinarios del siglo, provocando más o menos directamente la muerte de unos 60 millones de personas,  entre víctimas de guerra y prisioneros ajusticiados en los infames campos de exterminio nazis; con el agravante de que toda esta cultura de la muerte tuvo lugar en el corazón de Europa, en uno de los países más cultos y respetados del viejo Continente, el cual, durante unos años, pareció abocado a un tipo de barbarie que se creía ya superada en la Europa occidental. (…)  

Como es sabido, los orígenes más inmediatos del nazismo se sitúan en la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. La Gran Guerra supone el fin de las guerras románticas y la aplicación sistemática del nuevo poder de los medios de comunicación de masas (especialmente la prensa, la propaganda política a través de panfletos, carteles y octavillas y los nuevos medios recién aparecidos, el cine y la radio). Entre las variadas y múltiples consecuencias de la guerra, resulta de particular interés para nosotros en este momento la aparición de una nueva disciplina científica: la Teoría de la Comunicación de masas. (…)  

Estrategias de propaganda durante el nazismo:   

La prioridad de la propaganda en el Estado nazi
Las estrategias de propaganda que vamos a relatar aquí ya están presentes en el partido nazi desde sus inicios, pero hemos escogido el periodo 1933-1939, es decir, desde la llegada de los nazis al poder hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, como época histórica en la que la utilización de la propaganda es más sistemática y alcanza a un mayor porcentaje de la población. El Estado nazi se configura como Estado autoritario desde el principio, y la propaganda será el sistema de mantenerse en el poder. Los nazis centralizan todo el poder de los medios de comunicación y los ponen a su servicio, estableciendo un férreo control y censura sobre sus contenidos. El ministerio más importante durante el nazismo, al que se le dedican más recursos, no es, como pudiera parecer, el de la Guerra, sino el nuevo Ministerio de la Propaganda, encabezado por Joseph Goebbels. Desde este ministerio, Goebbels hará extensivo a la inmensa mayoría de los alemanes el culto a la personalidad reportado a Hitler entre los nazis, y los delirantes objetivos de éstos se convertirán en los objetivos de todo un país.  

Importancia de los símbolos   
Las bases mitológicas. La compleja simbología nazi va a beber de fuentes variadas, que generalmente remiten al pasado (como es el caso de la esvástica). El régimen nazi es un régimen milenarista, influido por diversos antecedentes, muchos de ellos de carácter mítico. Como indica Adrián Huici, “el III Reich incluye el milenarismo con su propio mito de las tres edades, combina las antiguas mitologías germánicas con las reflexiones de Carlyle sobre el héroe carismático y las de Sorel y Nietzsche sobre la necesidad de una violencia redentora. Apela a la imaginería del romanticismo alemán (...) para revitalizar la idea de los buenos tiempos antiguos (y sagrados), el espíritu de la nación germana y, naturalmente, se inventa el mito de la superioridad de la raza aria”. (1996: 180) Los desfiles, las grandes manifestaciones públicas, los discursos de Hitler están investidos de una simbología encaminada a impresionar a las masas, a dotar de una especie de liturgia mística a lo que no es sino mera propaganda política. La combinación de la capacidad oratoria de Hitler con la parafernalia mítica que lo rodeaba en sus discursos contribuía a crear en el público un estado de receptividad especial.  

Deificación del líder  
Todos los regímenes fascistas se basan en una persona, un líder que focalice todas las pasiones de las masas y todos los objetivos del régimen. Los sistemas no democráticos (incluso, en ocasiones, los democráticos) acaban cayendo inevitablemente en el culto a la personalidad, algo que en algunos casos (como en el estalinismo) es una degeneración de los postulados ideológicos originales, pero que en el caso del fascismo está en la misma raíz del sistema político. El líder ha de ser un hombre carismático, dotado aparentemente de todas las virtudes y, en consecuencia, de una especie de infalibilidad papal. Los que creían en la necesidad de un “hombre providencial”, que eran muchos en la Alemania de posguerra, eran fácil pasto de la propaganda hitleriana. La fidelidad ciega al Führer, como contrapartida a sus supuestas virtudes únicas, era exigida no sólo a los miembros del Partido, sino a la totalidad de los alemanes, una vez que Estado y Partido quedaron fundidos en una misma entidad. De esta manera, los recursos del Ministerio de la Propaganda se lanzaron a la creación de un mito más, el mito del Führer o caudillo del pueblo alemán, destinado a aliviar a los alemanes de la humillación de la derrota, primero, y a instaurar un Reich eterno basado en la supremacía racial, después. El liderazgo de Hitler, indiscutido en el partido nazi desde la “noche de los cuchillos largos”, fue elevado por Goebbels, a través de los medios de comunicación, a la categoría de lo divino.  

Uso de los nuevos medios de masas: el caso del cine  
(…) El triunfo de la voluntad (1935) de Leni Riefenstahl es junto con Olimpiada (1936) una de las películas más famosas del cine nazi. En ambas el mensaje es muy contundente: la primera es una exaltación de la Convención del Partido celebrada en Múnich en 1934; mientras la segunda se basa en los Juegos Olímpicos que organizó Berlín en 1936, siendo estos una excusa por parte de la directora para hacer una brillante exposición visual sobre la perfección del cuerpo y el ideal de belleza asociado con la ideología nacionalsocialista. El triunfo de la voluntad fue un encargo del propio Führer, quien había conocido personalmente a la realizadora, quedando fascinado con alguna de sus interpretaciones. El título hace alusión a la voluntad popular que se funde con la voluntad suprema del Führer y este sentimiento de unión casi mística entre pueblo y líder/dios es lo que se intenta expresar durante el filme.
 
Riefenstahl se encontró con el problema de convertir en movimiento el estado de estupefacción en el que se encontraban las masas reunidas en el campo, lo cual consiguió merced al montaje, disciplina en la que era una auténtica entendida. Para dar cuerpo a esta transfiguración de la realidad, la película se dedica a enfatizar el movimiento incesante tanto de los objetos (llamas, banderas, estandartes) como de las cámaras que, a través de numerosos travellings y panorámicas, consiguen dotar de gran dinamismo al escenario, a la vez que logran que el espectador se vea envuelto por el espectáculo.  

El triunfo de la voluntad representa la transformación completa de la realidad, su completa absorción dentro de la estructura artificial de la Convención del Partido. No en vano los preparativos para la Convención del Partido se realizaron paralelamente a los trabajos de filmación. Es decir, la manifestación en sí ya era acto de propaganda que tenía como principal objetivo el filme de la directora germana. Por último, una película más tardía, El judío Juss (1940), año que supuso un viraje antisemita en los contenidos de algunas películas nazis. La película tuvo un éxito clamoroso y fue vista por 20 millones de alemanes. En las indicaciones de prensa no se podía hacer mención alguna a su antisemitismo. Con todo, el argumento era histórico (lo que provocaba una metáfora sutil pero evidente) y nos relataba la vida de un consejero judío del conde Karl Alexander von Württemberg, quien es condenado a morir, no por intentar usurpar el poder del estado, sino porque se acerca como hombre judío a una doncella alemana prometida con un honrado escribiente.   

Todavía de un antisemitismo más flagrante fue El judío eterno (1940), un hipotético documental que en realidad no hace más que construir al enemigo, enfrentando el idealismo alemán al egoísmo judío. En el filme, la raza judía es difamada en términos de “criminalidad internacional, parásitos y gorreros”, siendo comparados visualmente en una escena con unas ratas. Sin duda, ambas películas manifestaban y expresaban una animadversión hacía los judíos que debería haber sido interpretada como lo que era, una declaración de intenciones de lo que luego dejaría de ser una ficción para convertirse en una vergonzosa realidad.

La sociedad del espectáculo (Extractos) Guy Debord

 “La Sociedad del Espectáculo” (Extractos),  Guy Debord  

1. Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación.   

2. Las imágenes que se han desprendido de cada aspecto de la vida se fusionan en un curso común, donde la unidad de esta vida ya no puede ser reestablecida. La realidad considerada parcialmente se despliega en su propia unidad general en tanto que seudo-mundo aparte, objeto de mera contemplación. La especialización de las imágenes del mundo se encuentra, consumada, en el mundo de la imagen hecha autónoma, donde el mentiroso se miente a sí mismo. El espectáculo en general, como inversión concreta de la vida, es el movimiento autónomo de lo no-viviente.   

3. El espectáculo se muestra a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación. En tanto que parte de la sociedad, es expresamente el sector que concentra todas las miradas y toda la conciencia. Precisamente porque este sector está separado, es el lugar de la mirada engañada y de la falsa conciencia; y la unificación que lleva a cabo no es sino un lenguaje oficial de la separación generalizada.   

4. El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes.   

5. El espectáculo no puede entenderse como el abuso de un mundo visual, el producto de las técnicas de difusión masiva de imágenes. Es más bien una Weltanschauung que ha llegado a ser efectiva, a traducirse materialmente. Es una visión del mundo que se ha objetivado.   11. (6) Para describir el espectáculo, su formación, sus funciones y las fuerzas que tienden a disolverlo, hay que distinguir artificialmente elementos inseparables. Al analizar el espectáculo, hablamos en cierta medida el mismo lenguaje de lo espectacular, puesto que nos movemos en el terreno metodológico de esta sociedad que se manifiesta en el espectáculo. Pero el espectáculo no es nada más que el sentido de la práctica total de una formación socioeconómica, su empleo del tiempo. Es el momento histórico que nos contiene.   

12.  (7) El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice más que “lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece”. La actitud que exige por principio es esta aceptación pasiva que ya ha obtenido de hecho por su forma de aparecer sin réplica, por su monopolio de la apariencia.  

13. (8) El carácter fundamentalmente tautológico del espectáculo se deriva del simple hecho de que sus medios son a la vez sus fines. Es el sol que no se pone nunca sobre el imperio de la pasividad moderna. Recubre toda la superficie del mundo y se baña indefinidamente en su propia gloria. 

El Arte como experiencia (extractos) del capítulo “El objeto expresivo” John Dewey

Expresión –lo mismo que construcción– significa al mismo tiempo una acción y su resultado. En el último capítulo se consideró como un acto. Nos ocuparemos ahora del producto, del objeto expresivo, que nos dice algo. Si se separan los dos significados, se considera al objeto aislado de la operación que lo produjo y, en consecuencia, apartado de la individualidad de visión, ya que el acto procede de una criatura viviente individual. Las teorías que se fijan en la expresión, como si denotara simplemente el objeto, insisten siempre, en extremo, que el objeto de arte es puramente representativo de otros objetos ya existentes. Ignoran la contribución individual que hace del objeto algo nuevo. Insisten sobre su carácter “universal” y su significado, un término ambiguo como veremos. Por otro lado, aislar el acto de expresión de la expresividad poseída por el objeto conduce a la noción de que la expresión es meramente un proceso que descarga la emoción personal, concepción criticada en el último capítulo.   

El zumo exprimido por la prensa de vino es lo que es a causa de un acto anterior, y es algo nuevo y característico. No representa simplemente otras cosas. Sin embargo, tiene algo en común con otros objetos y está hecho para atraer a otras personas distintas de las que lo produjeron. Un poema y una pintura ofrecen una materia que ha pasado por el alambique de la experiencia personal, y no tienen precedentes en la existencia o en el ser universal; sin embargo, su materia provino del mundo público y tiene así cualidades en común con la materia de otras experiencias, mientras el producto despierta en otras personas nuevas percepciones de los significados del mundo común. Las oposiciones de individual y universal, de subjetivo y objetivo, de libertad y orden que han mareado a los filósofos, no tienen sitio en la obra de arte. La expresión como un acto personal y como un resultado objetivo están orgánicamente conectadas entre sí.  

(…) EI problema inmediato puede ser abordado trazando una distinción entre expresión y enunciación. La ciencia enuncia significados; el arte los expresa (…)  

(…) Lo poético como distinto de lo prosaico, lo artístico como distinto de lo científico, la expresión como distinta de la enunciación, hace algo que no es conducir a una experiencia, sino que constituye una experiencia. (…)  

(…) El pintor no se aproxima a la escena con una mente vacía, sino con un fondo de experiencias desde largo tiempo fundidas en capacidades y gustos, o como una conmoción debida a experiencias más recientes, llega con un espíritu expectante, paciente, con el deseo de ser impresionado, pero no sin cierto sesgo y tendencia en la visión. (…)  

(…) El arte abstracto puede parecer una excepción a lo dicho sobre la expresividad y el significado. Algunas personas no consideran que sus obras de arte abstracto sean obras de arte y otras personas, en cambio, las consideran como la cima misma del arte; estos últimos las estiman así por su alejamiento de la representación en su sentido literal, y los primeros niegan que tenga expresividad. La solución del asunto pienso que se encuentra en la siguiente afirmación del doctor Barns: “La referencia al mundo real no desaparece del arte cuando la forma deja de ser la de las cosas verdaderamente existentes, así como la objetividad no desaparece de la ciencia cuando deja de hablar de la tierra, el fuego, el aire y el agua y la sustituye por cosas menos reconocibles, el hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno y el carbono”.  

(…) Cuando no encontramos en una pintura la representación de algún objeto particular, lo que representa pueden ser las cualidades que comparten todos los objetos particulares reales como color, extensión, solidez, movimiento, ritmo, etc. Todas las cosas particulares tienen estas cualidades; en consecuencia, lo que sirve, por decirlo así, como paradigma de la esencia visible de todas las cosas puede seguir despertando las emociones que provocan las cosas individuales de un modo más especial. El arte, en suma, no deja de ser expresivo porque ponga de forma visible las relaciones de las cosas sin ninguna otra indicación de las particularidades de esas relaciones, más que las necesarias para componer un todo. Cada obra de arte abstrae en cierto grado los rasgos particulares de los objetos expresados.  

(…) Es un hecho aceptado por todos que el arte implica la selección. La falta de selección o una atención no dirigida producen una miscelánea desorganizada. La fuente directiva de la selección es el interés; una inclinación inconsciente pero orgánica hacia ciertos aspectos y valores del universo complejo y variado en que vivimos. En ningún caso puede rivalizar una obra de arte con la infinita concreción de la naturaleza. Un artista es cruel cuando selecciona, siguiendo la lógica de su interés, y añade a su inclinación selectiva una florescencia o “incremento” del sentido o dirección en que es arrastrado.  
El otro factor que se requiere a fin de que una obra pueda ser expresiva para un perceptor, son los significados y valores extraídos de experiencias anteriores, fundidos entre sí y con las cualidades presentes directamente en la obra de arte. Si no equilibra las respuestas técnicas con ese material secundario, aquellas son tan puramente técnicas que limitan estrechamente la expresividad del objeto.  

(…) Entonces, ¿cómo pueden los objetos de la experiencia no convertirse en expresivos? La apatía y la torpeza ocultan esta expresividad, formando una costra alrededor de los objetos. La familiaridad induce a la indiferencia, el prejuicio nos ciega; la presunción mira por el lado equivocado del telescopio y disminuye la significación poseída por los objetos en favor de una pretendida importancia del yo. EI arte rompe el caparazón que oculta la expresividad de las cosas experimentadas; nos sacude la pereza de la rutina y nos permite olvidarnos de nosotros mismos para reencontrarnos en el deleite del mundo experimentado en sus variadas cualidades y formas. Intercepta toda sombra de expresividad que se encuentra en los objetos y los ordena con una nueva experiencia de la vida. Como los objetos de arte son expresivos, se hacen comunicativos. Yo no digo que la comunicación a otros sea la intención del artista, pero es una consecuencia de su obra que, en efecto, vive solamente en comunicación cuando opera en la experiencia de otros. Si el artista desea comunicar un mensaje especial, tenderá por ello a limitar la expresividad de su obra para otros, ya sea que quiera comunicar una lección moral o el sentido de su propio ingenio.  
 
La indiferencia a la respuesta del público inmediato es el rasgo necesario de todos los artistas que tienen algo nuevo que decir. Con todo, están animados por la profunda convicción de que, puesto que pueden decir lo que tienen que decir, el problema no está en su obra, sino en los que a pesar de tener ojos no ven y a pesar de tener oídos no oyen. La comunicabilidad no tiene nada que ver con la popularidad. No puedo menos que juzgar falso lo que dice Tolstoi sobre el contagio inmediato como test de la cualidad artística, y que lo que dice sobre la única clase de material que puede ser comunicado resulta estrecho de miras. Sin embargo, si el lapso se extendiera, es cierto que ningún hombre podría ser considerado elocuente si en algún momento alguien no se conmoviera al escucharlo. Los que se conmueven sienten, como dice Tolstoi, que lo que la obra expresa es, por decirlo así, algo que uno ha estado deseando expresar. AI mismo tiempo, el artista trabaja para crear un público con el cual comunicarse. AI cabo, las obras de arte son el único medio de comunicación completa y sin estorbos, entre hombre y hombre, que hay en un mundo lleno de abismos y muros que limitan la comunidad de la experiencia.    

 


 

Espacio

Historia de la fealdad Umberto Eco (extractos)

 

A lo largo de los siglos, filósofos y artistas han proporcionado definiciones de lo bello, y gracias a sus testimonios se ha podido reconstruir una historia de las ideas estéticas a través de los tiempos. No ha ocurrido lo mismo con lo feo, que casi siempre se ha definido por oposición a lo bello y a lo que casi nunca se ha dedicado estudios extensos, sino más bien alusiones parentéticas y marginales. Por consiguiente, si la historia de la belleza puede valerse de una extensa serie de testimonios teóricos (de los que puede deducirse el gusto de una época de terminada), la historia de la fealdad por lo general deberá ir a buscar los documentos en las representaciones visuales o verbales de cosas o personas consideradas en cierto modo “feas”.

No obstante, la historia de la fealdad tiene algunos rasgos en común con la historia de la belleza. Ante todo, tan solo podemos suponer que los gustos de las personas corrientes se correspondieran de algún modo con los gustos de los artistas de su época. (…)

(…) Otra característica común a la historia de la fealdad y a la de la belleza es que hay que limitarse a registrar las vicisitudes de estos dos valores en la civilización occidental. En el caso de las civilizaciones arcaicas y de los pueblos llamados primitivos, disponemos de restos artísticos, pero no de textos teóricos que nos indiquen si estaban destinados a provocar placer estético, terror sagrado o hilaridad.

A un occidental, una máscara ritual africano le parecería horripilante, mientras que para el nativo podría representar una divinidad benévola. Por el contrario, al seguidor de una religión no occidental le podría parecer desagradable la imagen de un Cristo flagelado, ensangrentado y humillado, cuya aparente fealdad corporal inspiraría simpatía y emoción a un cristiano. (…)

¿Qué significan en realidad, estos dos términos? Su sentido también ha cambiado a lo largo de la historia occidental. Solo comparando afirmaciones teóricas con un cuadro o una construcción arquitectónica de la época, nos damos cuenta de que lo que se consideraba proporcionado en un siglo ya no lo era en el otro; cuando un filósofo medieval hablaba de proporción, por ejemplo, estaba pensando en las dimensiones y en la forma de una catedral gótica, mientras que un teórico renacentista pensaba en un templo del siglo XVI, cuyas partes estaba reguladas por la sección aurea, y a los renacentistas les parecían bárbaras y, justamente, “góticas”, las proporciones catedrales. 

Los conceptos de bello y de feo están en relación con los distintos períodos históricos o las distintas culturas. 

(…)  A menudo la atribución de belleza o de fealdad se ha hecho atendiendo no a criterios estéticos, sino a criterios políticos y sociales. 

(…) Decir que belleza y fealdad son conceptos relacionados con las épocas y con las culturas (o incluso con los planetas) no significa que no se haya intentado siempre definirlos en relación con un modelo estable. Se podría incluso sugerir, como hizo Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, que “en lo bello, el hombre se pone a sí mismo como medida de la perfección” y “se adora en ello… El hombre en el fondo se mira en el espejo de las cosas, considera bello todo aquello que le devuelve su imagen… 

Lo feo se entiende como señal y síntoma de degeneración… Todo indicio de agotamiento, de pesadez, de senilidad, de fatiga, toda falta de libertad, en forma de convulsión o parálisis, sobre todo el olor, el color, la forma de la disolución, de la descomposición… todo esto provoca una reacción idéntica, el juicio de valor “feo” … ¿A quién odia aquí el hombre? No hay duda: odio la decadencia de su tipo”. El argumento de Nietzsche es narcisísticamente antropomorfo, pero nos dice precisamente que belleza y fealdad están definidas en relación con un modelo “específico”. Es decir, que una cosa (ya sea un cuerpo humano, un árbol, una vasija) había de presentar todas las características que su forma debía haber impuesto a la materia. ¿Podrá pues, definirse simplemente lo feo como lo contrario de lo bello, un contrario que también se transforma cuando cambia la idea de su opuesto? La historia de la fealdad, ¿puede ser el contrapunto simétrico de la historia de la belleza?

 

 

La  primera  y  más  completa  Estética  de  lo  feo  la  elaboró  en  1853  Karl  Rosenkranz:  establece una analogía entre lo feo y el mal moral. Rosenkranz retoma la idea tradicional de que lo feo es lo contrario de lo bello, una especie de posible error que lo bello contiene en sí, de modo que cualquier estética, como ciencia de la belleza, está obligada a abordar también el concepto de fealdad. Pero justamente cuando pasa de las definiciones abstractas a una fenomenología de las distintas encarnaciones de lo feo, es cuando nos deja entrever una especie de “autonomía de lo feo” que lo convierte en algo mucho más rico y complejo que una simple serie de negaciones de las distintas formas de belleza. Rosenkranz analiza minuciosamente la fealdad natural, la fealdad espiritual, la fealdad en el arte (y las distintas formas de imperfección artística), la ausencia de forma, la asimetría, la falta de armonía, la desfiguración y la deformación (lo mezquino, lo débil, lo vil, lo banal, lo casual, y lo arbitrario, lo tosco), y las distintas formas de lo repugnante (lo grosero, lo muerto y lo vacío, lo horrendo, lo insulso, lo nauseabundo, lo criminal, lo espectral, lo demoníaco, lo hechicero y lo satánico). Demasiadas cosas para seguir diciendo que lo feo es simplemente lo opuesto de lo bello, entendido como armonía, proporción o integridad.

(…) La sensibilidad del hablante común percibe que, si bien en todos los sinónimos de bello se podría    observar una reacción de apreciación desinteresada, en casi todos los de feo aparece implicada una reacción de disgusto, cuando no de violenta repulsión, horror o terror.

(…) En general, parece que la experiencia de lo bello provoca lo que Kant (Critica del juicio) definía como “placer sin interés”: si bien nosotros quisiéramos poseer todo aquello que nos parece agradable o participar en todo lo que nos parece bueno, la expresión de agrado ante la visión de una flor proporciona un placer del que está excluido cualquier tipo de deseo de posesión o de consumo.

    En este sentido, algunos filósofos se han preguntado si se puede pronunciar un juicio estético de  fealdad, puesto a que la fealdad provoca reacciones personales.

 (…)  A lo largo de nuestra historia, deberemos distinguir realmente entre la fealdad en sí misma (un excremento, una carroña, un ser en descomposición, un ser cubierto de llagas que despide un olor nauseabundo) y la fealdad formal, como desequilibrio en la relación orgánica entre las partes de un todo.

(…) Por esto, una cosa es reaccionar pasionalmente al disgusto que nos provoca un insecto viscoso o un fruto podrido y otra cosa es decir que una persona es desproporcionada o que un retrato es feo en el sentido de que está mal hecho (la fealdad artística es una fealdad formal). Y respecto de la fealdad artística, recordemos que en casi todas las teorías estéticas, al menos desde Grecia hasta nuestros días, se ha reconocido que cualquier forma de fealdad puede ser redimida por una representación artística fiel y eficaz. Aristóteles (Poetica, 1448b) habla de la posibilidad de realizar lo bello imitando con maestría lo que es repelente, y Plutarco nos dice que, en la representación artística, lo feo imitado sigue siendo feo, pero recibe como una reverberación de belleza procedente de la maestría del artista. Hemos identificado, pues, tres fenómenos distintos: la fealdad en sí misma, la fealdad formal y la representación artística de ambas.

 

Interesante este blog que también se refiere al tema, citando a Umberto Eco.  

 


Nota muy posterior a esta entrada, hoy 15 de mayo. En la época renacentista hay un artista, conocido como El Bosco, cuya obra única parece anticipar el surrealismo del siglo XX. Ver a continuación un audiovisual sobre "EL JARDÍN DE LAS DELICIAS" y a continuación un poema en formato ampliado del poeta español Rafael Alberti sobre esta obra de El Bosco.

Nótese cómo las artes dialogan entre sí en este caso, la pintura, la música y la poesía. Lo curioso es ver cómo aplica aquí lo que dice Umberti Eco sobre la representación artística de la realidad en sí misma.






Aquí, el poema. 





Historia de la belleza. Umberto Eco (extractos).

 “HISTORIA DE LA BELLEZA”
Umberto Eco (extractos)

“Bello” –al igual que “gracioso”, “bonito”, o bien “sublime”, “maravilloso”, “soberbio” y expresiones similares– es un adjetivo que utilizamos a menudo para calificar una cosa que nos gusta. En este sentido, parece que ser bello equivale a ser bueno y, de hecho, en distintas épocas históricas se ha establecido un estrecho vínculo entre lo Bello y lo Bueno. Pero si juzgamos a partir de nuestra experiencia cotidiana, tendemos a considerar bueno aquello que no solo nos gusta, sino que además querríamos poseer. Son infinitas las cosas que nos parecen buenas –un amor correspondido, una fortuna honradamente adquirida, un manjar refinado– y en todos estos casos desearíamos poseer ese bien. Es un bien aquello que estimula nuestro deseo. Asimismo, cuando juzgamos buena una acción virtuosa, nos gustaría que fuera obra nuestra, o esperamos llegar a realizar una acción de mérito semejante, espoleados por el ejemplo de lo que consideramos que está bien. O bien llamamos bueno a aquello que se ajusta a cierto principio ideal, pero que produce dolor, como la muerte gloriosa de un héroe, la dedicación de quien cuida a un leproso, el sacrificio de la vida de un padre para salvar a su hijo… En estos casos, reconocemos que la acción es buena, pero –ya sea por egoísmo o por temor– no nos gustaría vernos envueltos en una experiencia similar. Reconocemos ese hecho como un bien, pero un bien ajeno, que contemplamos con cierto distanciamiento, aunque con emoción, y sin sentirnos arrastrados por el deseo. A menudo, para referirnos a actos virtuosos que preferimos admirar a realizar, hablamos de una “bella acción”.   

Si reflexionamos sobre la postura del distanciamiento que nos permite calificar de bello un bien que no suscita deseo en nosotros, nos damos cuenta de que hablamos de belleza cuando disfrutamos de algo por lo que es en sí mismo, independientemente del hecho de que lo poseamos. Incluso, una tarta nupcial bien hecha, si la admiramos en el escaparate de una pastelería, nos parece bella, aunque por razones de salud o falta de apetito no la deseemos como un bien que hay que conquistar. Es bello aquello que, si fuera nuestro, nos haría felices, pero que sigue siendo bello aunque pertenezca a otra persona. Naturalmente, no estamos considerando la actitud de quien, ante un objeto bello como el cuadro de un gran pintor, desea poseerlo por el orgullo de ser su dueño, para poder contemplarlo todos los días o porque tiene un gran valor económico. Estas formas de pasión, celos, deseo de posesión, envidia o avidez no tienen relación alguna con el sentimiento de lo bello.   


El sediento que cuando encuentra una fuente se precipita a beber, no contempla su belleza. Podrá hacerlo más tarde, una vez que ha aplacado su deseo. De ahí que el sentimiento de la belleza difiera del deseo. Podemos juzgar bellísimas a ciertas personas, aunque no las deseemos sexualmente o sepamos que nunca podremos poseerlas. En cambio, si deseamos a una persona (que, por otra parte, incluso podría ser fea) y no podemos tener con ella relaciones esperadas, sufriremos. En este análisis de las ideas de belleza que se han ido sucediendo a lo largo de los siglos intentaremos, por tanto, identificar ante todo aquellos casos en que una determinada cultura o época histórica han reconocido que hay cosas que resultan agradables a la vista, independientemente del deseo que experimentamos ante ellas. (…)  

Si bien ciertas teorías estéticas modernas solo han reconocido la belleza del arte, subestimando la belleza de la naturaleza, en otros periodos históricos ha ocurrido lo contrario: la belleza era una cualidad que podrían poseer los elementos de la naturaleza (un hermoso claro de luna, un hermoso fruto, un hermoso color), mientras que la única función del arte era hace bien las cosas que hacía, de modo que fueran útiles para la finalidad que se les había asignado, hasta el punto de que se consideraba arte tanto el del pintor y del escultor como el del constructor de barcas, del carpintero o el barbero. No fue hasta mucho más tarde cuando se elaboró la noción de “bellas artes” para distinguir la pintura, la escultura y la arquitectura de lo que hoy llamaríamos artesanía. Veremos, sin embargo, que la relación entre belleza y arte podía representar la naturaleza de una forma bella, incluso cuando la naturaleza representada fuese en sí misma peligrosa o repugnante.  

(…) La pregunta que cabe preguntar es: ¿Por qué, entonces, esta historia de la belleza solo está documentada con obras de arte? Porque han sido los artistas, los poetas, los novelistas los que nos han explicado a través de los siglos qué era en su opinión lo bello, y nos han dejado ejemplos. Los campesinos, los albañiles, los panaderos o los sastres han hecho cosas tal vez también consideradas bellas, pero nos han quedado pocos restos (…).  

Muchas veces, ante un resto artístico o artesanal antiguo, recurriremos a la ayuda de textos literarios y filosóficos de la época. Por ejemplo, no podremos decir si el que esculpía monstruos en las columnas o en los capiteles de las iglesias románicas los consideraba bellos, sin embargo, existe un texto de san Bernardo (para quien estas representaciones no eran buenas ni útiles) que da fe de que los fieles disfrutaban con su contemplación (hasta el punto de que incluso san Bernardo, al condenarlas, da muestras de sucumbir a su fascinación). Y de este modo, dando gracias al cielo por el testimonio que nos llega de donde menos cabría esperar, podremos afirmar que la representación de los monstruos, para un místico del siglo XII, era bella (aunque moralmente reprobable).  

(…) Hemos dicho que utilizaríamos con preferencia documentos que proceden del mundo del arte. Pero, sobre todo al acercarnos a la modernidad, dispondremos también de documentos que no tienen una finalidad artística, sino de mero entretenimiento, de promoción comercial o de satisfacción de impulsos eróticos, como, por ejemplo, las imágenes que proceden del cine comercial, de la televisión o de la publicidad. (…) Al decir esto, se nos podrá acusar de relativismo, como si quisiéramos decir que la consideración de bello depende de la época y de las culturas. Y esto es exactamente lo que pretendemos decir. (…) Este libro parte del principio de que la belleza nunca ha sido algo absoluto e inmutable, sino que ha ido adoptando distintos rostros según la época histórica y el país, y esto es aplicable no solo a la belleza física (del hombre, de la mujer, del paisaje), sino también a la belleza de Dios, de los santos o de las ideas…  

(…) Por otra parte, basta pensar en la estupefacción que experimentaría un marciano del próximo milenio que descubriera de repente un cuadro de Picasso y la descripción de una hermosa mujer en una novela de amor de la misma época. No entendería qué relación existe entre las dos concepciones de belleza. De ahí que, de vez en cuando, debamos hacer un esfuerzo y ver cómo distintos modelos de belleza coexisten en una misma época y cómo otros se remiten unos a otros a través de épocas distintas.  


Biografía y obras de Umberto Eco

INSERCIÓN PARA COMPARAR

Umberto Eco se refiere a la fealdad, y cómo los filósofos han distinguido entre la fealdad en sí misma y la fealdad formal. (Ver con más detalles en otra entrada) 


    En este sentido, algunos filósofos se han preguntado si se puede pronunciar un juicio estético de  fealdad, puesto a que la fealdad provoca reacciones personales.

 (…)  A lo largo de nuestra historia, deberemos distinguir realmente entre la fealdad en sí misma (un excremento, una carroña, un ser en descomposición, un ser cubierto de llagas que despide un olor nauseabundo) y la fealdad formal, como desequilibrio en la relación orgánica entre las partes de un todo.



¿Cómo se tiene una experiencia? John Dewey

     “La experiencia ocurre continuamente, porque la interacción de la criatura viviente y las condiciones que la rodean está implicada en el proceso mismo de la vida. En condiciones de resistencia y conflicto, determinados aspectos y elementos del yo y del mundo implicados en esta interacción recalifican la experiencia con emociones e ideas, de tal manera que surge la intención consciente. A menudo, sin embargo, sobreviene la experiencia. Las cosas son experimentadas, pero no de manera que articulen una experiencia. La distracción y la dispersión forman parte de nuestras vidas; lo que observamos y lo que pensamos, lo que deseamos y lo que tomamos, no siempre coinciden. Ponemos nuestras manos en el arado y empezamos nuestro trabajo y luego nos detenemos, no porque la experiencia haya llegado al fin para el que fue iniciada, sino a causa de interrupciones extrañas o a una letargia interna. En contraste con tal experiencia, tenemos una experiencia cuando el material experimentado sigue su curso hasta su cumplimiento. Entonces y sólo entonces se distingue esta de otras experiencias, dentro de la corriente general de la experiencia. Una parte del trabajo se termina de un modo satisfactorio; un problema recibe su solución, un juego se ejecuta completamente; una situación, ya sea la de comer, jugar una partida de ajedrez, llevar una conversación, escribir un libro o tomar parte en una campaña política, queda de tal modo rematada que su fin es una consumación, no un cese. Tal experiencia es un todo y lleva con ella su propia cualidad individualizadora y de autosuficiencia. Es una experiencia.  

           (…) El arte denota un proceso de hacer o elaborar. EI arte comprende modelar el barro, esculpir el   mármol, colar el bronce, aplicar pigmentos, construir edificios, cantar canciones, tocar instrumentos, representar papeles en el escenario, realizar movimientos rítmicos como la danza. Cada arte hace algo con algún material físico, el cuerpo o algo fuera del cuerpo, con o sin el uso de herramientas, y con la mira de producir algo visible, audible o tangible. Tan marcada es la fase activa del arte que los diccionarios lo definen usualmente en términos de acción diestra, de habilidad en la ejecución. EI Diccionario Oxford lo ilustra con una cita de John Stuart Mill: El arte es un esfuerzo hacia la perfección en la ejecución, mientras que Matthew Arnold lo llama “destreza pura y sin defecto-. (…)  

    (…) La palabra “estético” se refiere, como ya lo hemos notado antes, a la experiencia, en cuanto a que es estimativa, perceptora y gozosa. Denota el punto de vista del consumidor más que el del productor. Es el gusto y, como al cocinar, la acción hábil está del lado del cocinero que prepara, mientras que el gusto está del lado del consumidor; como en la jardinería, hay una distinción entre el jardinero que planta y cultiva y el amo que goza el producto acabado. Estos ejemplos, así como la relación que existe al tener una experiencia, justo dice lo contrario entre hacer y padecer, indican que la distinción entre lo estético y lo artístico no puede ser llevada tan lejos hasta convertirse en una separación. La perfección en la ejecución no puede ser medida o definida en términos de ejecución, implica a aquellos que perciben y gozan el producto ejecutado. La cocinera prepara el alimento para el consumidor, y la medida del valor de lo preparado se encuentra en su consumo. La mera perfección en la ejecución, juzgada aisladamente en sus propios términos, probablemente puede ser alcanzada mejor por una máquina que por el arte humano. Esta perfección por sí misma es técnica, y hay grandes artistas que no son de primer rango como técnicos, por ejemplo, Cézanne, así como hay grandes pianistas que no son grandes estéticamente, o pintores que no son grandes pintores, como Sargent (…)  
    
    (…) En suma, el arte en su forma une la misma relación entre hacer y padecer, entre la energía que va y la que viene, que la que hace que una experiencia sea una experiencia. La eliminación de todo lo que no contribuye a la organización mutua de los factores de la acción y la recepción, y la selección de los aspectos y rasgos que contribuyen a la interpenetración, hacen que el producto sea una obra de arte. EI hacer o elaborar es artístico cuando el resultado percibido es de tal naturaleza que sus cualidades, tal y como son percibidas, han controlado la producción. EI acto de producir, dirigido por el intento de producir algo que se goza en la experiencia inmediata de la percepción, posee cualidades que no tiene la actividad espontánea y sin control. EI artista, mientras trabaja, encarna en sí mismo la actitud del que percibe (…)   
    
    (…) Supongamos, a modo de ejemplo, que un objeto bellamente hecho, cuya textura y proporciones son muy gratas a la percepción, se supone que es el producto de algún pueblo primitivo. Más tarde se descubren pruebas de que es un producto natural accidental. Como cosa externa, es ahora precisamente lo mismo que era antes. Sin embargo, inmediatamente deja de ser una obra de arte y se convierte en una curiosidad natural. Ahora pertenece a un museo de historia natural y no a un museo de arte. Y lo extraordinario es que la diferencia no es solamente obra de la clasificación intelectual, sino que se produce en la percepción apreciativa y de un modo directo. Se ve entonces que la experiencia estética –en su sentido limitado– está conectada de modo inherente a la experiencia de hacer. La satisfacción sensible del ojo y del oído, cuando es estética, no lo es por sí misma, sino que está ligada a la actividad de la cual es su consecuencia (…)  
    
    (…) Hay un elemento de pasión en toda percepción estética. Sin embargo, cuando estamos    abrumados por la pasión, como en la extrema ira, eI temor, los celos, la experiencia definitivamente no es estética. No se siente la relación con las cualidades de la actividad que ha generado la pasión. Luego, el material de la experiencia carece de los elementos de equilibrio y proporción, los cuales sólo pueden estar presentes cuando, aI igual que en la conducta que tiene gracia o dignidad, el acto es controlado por un sentido exquisito de las relaciones que el acto sostiene: su conveniencia a la ocasión y a la situación (…)  
    
    (…) Lo que distingue a una experiencia como estética es la conversión de la resistencia y la tensión de las excitaciones que tientan a la distracción, en un movimiento hacia un final satisfactorio e inclusivo (…).  

Mimesis, Poiesis y Katharsis: Un diálogo con Platón y Aristóteles” Valeria Secci

1. La Mímesis  
 

En el diálogo “La Glorieta de Ciro”, inserto en el Adán Buenosayres, Marechal retoma un concepto clave de la Estética antigua, que se remonta en última instancia a la especulación platónica y, en particular, a la aristotélica: el concepto de mímēsis.  

Para nuestro autor, la Poética de Aristóteles es, sin dudas, una fuente orientativa de su proceder como escritor y donde halla la clave para la dilucidación de este concepto. (…) Marechal se vale de la noción de imitación y la contrasta con la de creación. De este modo, le adjudica al poeta el proceder imitativo, puesto que está obligado a trabajar con formas ofrecidas por la naturaleza. En sentido estricto, sólo conviene el término creador a Dios, ya que la creación absoluta es la que se hace a partir de la nada (Marechal, 1948: 489).  
 

El poeta es, fundamentalmente, un imitador y no un compositor de versos. Esta distinción aristotélica, retomada por Marechal, es válida para aclarar que, contra la opinión vulgar, el poeta no es poeta porque compone versos, sino porque es imitador de la naturaleza mediante el lenguaje   (Aristóteles, 2003: 1447B 10).  
Ahora bien, entender la mímēsis como “imitación de la naturaleza”, no significa entenderla como una verdad de tercera categoría o, dicho de otro modo, como una “copia de la copia”, cuestión ya   rechazada por Platón, pues lo imitado no es la realidad material, sino más bien su forma sustancial, su cifra o número ontológico; algo así como la idea encarnada en el objeto. (…)  
Nos resta todavía preguntar: ¿qué tipo de universalidad es la que proporciona el arte? Evidentemente, no tenemos que enfrentarnos a conceptos del tipo de los de las ciencias teóricas: los universales lógicos. En realidad, el arte no debe reproducir verdades empíricas, tampoco debe reproducir verdades ideales de tipo abstracto (Reale, 1985: 128). El arte transfigura los hechos, en virtud de su manera de tratarlos, bajo el aspecto de la posibilidad y de la verosimilitud y de esta forma les concede un significado más amplio, universalizando, en cierto sentido, el objeto. El arte no sólo puede y debe desvincularse de la realidad, a fin de presentar los hechos y personajes como podrían y deberían haber sido, sino que también puede introducir lo irracional y lo imposible.  
          
En efecto, para Marechal la imitación no se reduce a la simple reproducción de la realidad mateial (Marechal, 1927: 238). La imitación destaca el carácter novedoso de la obra de arte. Por tanto, acontece una ruptura con la representación de mímēsis como copia estricta de la realidad. Desde esta perspectiva, Marechal se despega de la noción de imitación como mera copia y propone un desbordamiento de las formas que transforma el límite natural de las cosas. (…) Por tanto, el autor de una obra artística somete las cosas a una suerte de transformación, las arranca de su estado natural y las libera, ofreciéndoles un nuevo destino. Desde esta perspectiva, Marechal ofrece la noción de “transmutación”, la cual se encuentra contigua a la de “alquimia”.            
Ambas resultan esclarecedoras a la hora de analizar la problemática de la mímēsis. Efectivamente,  el poeta es también un alquimista, ya que es capaz de transmutar la materia contingente de su arte en una esencia inmutable. Desde esta perspectiva, la operación poética posibilita una ampliación y una recreación de la realidad natural. Para explicar este proceso de transmutación alquímica, Marechal recupera el antiguo concepto de mímēsis. En efecto, lo mimético es una relación originaria que no debe entenderse como una reproducción fotográfica de la realidad. Por el contrario, se busca operar una transformación del orden natural con la mediación de la mente del poeta. Por la cual, se conciben nuevas criaturas intelectuales que constituyen la trama de mundos ficticios o alternativos.  

1.     La Poíesis  

Marechal construye de la noción de poíēsis valiéndose, simultáneamente, de elementos platónicos y aristotélicos. Por una parte, toma de Platón la concepción de poíēsis como pasaje del no ser al ser y, por otra, no se priva de incorporar la terminología aristotélica para ofrecer una idea acabada de la producción poética. Términos como materia y forma, potencia y acto son claves para comprender la poíēsis marechaliana.  
              
En este camino dialógico entre Marechal y los antiguos, se hace necesario recordar que las palabras griegas poietikê y poíēsis, lo mismo que poietês (poeta), se forman directamente sobre el verbo poiêin (hacer). Por tanto, el poeta es principalmente un hacedor, un compositor (García Yebra, 1974: 240).  

La poíēsis es una energía o idea activa que, uniéndose a la materia, le comunica la forma. Dicho de otro modo, la poíēsis es una capacidad generatriz, una virtualidad activa que actualiza y exterioriza, en una materia contingente, lo necesario y lo universal. La virtud del poeta es lograr que lo informal de su caos poético se determine y se traduzca en formas capaces de ser manifestadas.   

En términos aristotélicos, lograr que sus posibilidades pasen de la potencia al acto. Por tanto, toda creación es un pasaje de lo no manifestado a la manifestación (Marechal, 1998: 393).  En este sentido, nos remitimos al Banquete platónico, más precisamente, al pasaje donde Sócrates explica que el concepto de creación –poíēsis – es algo muy amplio, ya que todo lo que es causa de algo y produce el pasaje del no ser al ser es creación. De modo que todas las actividades que entran en la esfera de las artes son creaciones y los artesanos de éstas, creadores o poetas. Sin embargo, no se les llama poetas, sino que tienen otros nombres. Lo que ocurre es que del concepto total de creación se ha separado una parte, la relativa a la música y al arte de la métrica, que se denomina con el nombre genérico de “poesía”, y a los que poseen esa porción de creación se los llama “poetas” (Platón, 1997: 205c). Para el filósofo ateniense, existe en los hombres un anhelo de inmortalidad que induce a la generación. Hay hombres que son fecundos según el cuerpo y otros lo son según el alma. Los primeros se dirigen a las mujeres para la procreación de los hijos. En cambio, los que conciben en las almas son los progenitores o poetas de obras espirituales. Un alma mortal se hace inmortal por la fecundación en lo armónico. Existe un misterioso parto, en virtud del cual la vida del artífice se dilata en un nuevo ser. Esta es la fecundidad que Platón atribuye al alma del poeta (206c).  

2.    La kátharsis   

En primer lugar, señalamos que es Aristóteles quien le proporciona a Marechal una indicación decisiva para afrontar un problema estético fundamental: el efecto sobre el espectador. Ciertamente, el espectador está realizando en sí mismo y, de algún modo, las experiencias trágicas del actor. La representación de la acción trágica opera en el espectador por “compasión” (éleos) y “temor” (phóbos).   

En Aristóteles “compasión” y “temor” no deben entenderse como estados anímicos, sino más bien como experiencias que le llegan a uno desde fuera que lo sorprenden y arrastran. Éleos es la desolación; por ejemplo, desolador es el destino de Edipo. Phóbos es un escalofrío; uno se ve sacudido por el estremecimiento. Desolación y terror son dos formas de éxtasis, de estar fuera de sí. Ambas dan testimonio del hechizo irresistible de lo que se desarrolla ante uno.  

(…) Evidentemente, esta forma de “padecer con” aristotélica, está presente no sólo en el lector espectador, sino también en el autor y en la estructura de la obra (Marechal, 1939: 295). El asentimiento del agobio no se refiere al decurso trágico, experimentado por un espectador particular, sino a una ordenación metafísica del ser que vale para todos. Desde esta perspectiva universal, se entiende el sentimiento trágico del temor.  

(…)  Por  otra parte, el editor nos explica que el término “catarsis” proviene del lenguaje de la medicina que corresponde al latino purgatio, “purgamiento” o “purgación”. De este primer sentido fisiológico se pasó, por analogía, a otro que es también una especie de término técnico del lenguaje religioso, donde viene a ser sinónimo de “expiación” o “purificación” (382-383). Por último, se usa también analógicamente, en sentido psíquico:  así  como  se  purgan los humores del cuerpo para evitar o curar enfermedades, también se purgan las pasiones o afecciones del alma para curar sus dolencias (Marechal, 1966: 233). Esta purgación no consiste sino en la transformación de las pasiones en disposiciones virtuosas. Hay que comprender que la purgación del alma no trata de suprimir, extirpar o desarraigar, sino moderar, templar, reducir a justa proporción o medida. Por tanto, puede percibirse, detrás de esta serie de ocurrencias terminológicas, un sentido moral.  

Marechal también llama la atención sobre este aspecto y, efectivamente, distingue dos sentidos de la catarsis: el moral y el metafísico. El primero opera a modo de purga, provocando que el espectador se cure del riesgo de las pasiones. El segundo consiste en el reposo del alma tras haber cumplido, siquiera virtualmente, una experiencia dolorosa o risible, cuya posibilidad queda excluida en adelante.  (Marechal,  1966,  234). Desde esta perspectiva, la catarsis es también clarificación y purificación; es el retorno del alma desde el desconocimiento al conocimiento, desde la turbación al orden y al equilibrio.

El objeto de la estética

 

“El objeto de la estética”

Manuel B. Trías

La palabra estética no es un término unívoco; es corriente hallarla empleada para designar una unidad de saber, pero esa unidad no está dada siempre con el mismo rigor ni por el mismo objeto formal. Intentemos asignar a la Estética como disciplina filosófica un objeto bien delimitado.

1.- Se designa, en primer lugar, con el nombre de Estética al conjunto de todas aquellas reflexiones que tienen alguna relación con el arte bello y con la belleza. Así, se considera como Integrante de la Estética la Crítica del arte, la Historia del arte, las perspectivas, etc. Partiendo de ahí, se define entonces la Estética como “teoría del arte y de la belleza”. Pero la acumulación de todo ese material bajo un solo rótulo no sólo no fundamenta una ciencia, sino que ni siquiera posee un valor práctico-didáctico por las confusiones a las que conduce. Se trata de una reunión accidental, dada por un vínculo externo, a saber: la remota relación de tales reflexiones con la belleza y el arte.

2.- En segundo lugar, se considera como objeto de la Estética la reunión, también por yuxtaposición, de los temas relativos al arte y a la belleza que son tratados como cuestiones parciales por las otras disciplinas filosóficas. El objeto es siempre la belleza y el arte como en el caso anterior, sólo que en este caso se exige que sean tratados filosóficamente, es decir, buscando su razón última de ser. Pero tampoco aquí se puede decir que haya objeto formalmente determinado como para constituir una disciplina filosófica autónoma; pues agrupar aquellas conclusiones que tienen una relación indirecta con el arte y con la belleza, tomándolas de la psicología, la ética, la metafísica, etc., sólo puede tener un fin útil de comodidad erudita o de técnica docente.

3.  Siempre que se trate de asignar un objeto propio a una ciencia y de darle con ello autonomía, ha de partirse de una división de los objetos en general y, para ello, ha de tomarse necesariamente como punto de partida un fundamento, un principio de la división.

Los manuales de Estética de origen alemán nos dicen, casi todos, que esa disciplina se constituye como autónoma en el siglo XVIII, más especialmente con la publicación de la Aesthetica de Baumgarten (1750) o de la Crítica del juicio de Kant (1790). Esta afirmación se funda en dos Postulados: primero, que el objeto propio de la Estética es la belleza; segundo, que sólo en este momento de la historia de la filosofía se determinó formalmente la esencia de lo bello y se obtuvo la consiguiente separación de otras instancias con las cuales se lo había confundido: lo bueno, lo verdadero, lo útil, etc.

     (…) La actividad espiritual humana puebla el ser de ciertas determinaciones, y el conjunto de objetos así determinados constituye el mundo llamado de la Cultura.

La división clásica de los objetos, fundada en los grados de abstracción del ser, permite determinar un territorio, el de los objetos reales (físicos, naturales), dentro del cual podemos ubicar sin dificultad el ámbito de la Cultura.

Ahora bien, dentro del ámbito de la Cultura podemos distinguir dos estructuras diferentes: la  especulativa y la práctica. Son ellas el término de las dos actividades del espíritu correspondientes. Un grupo de estas concreciones del espíritu lo constituyen las ciencias especulativas, que atienden a la verdad sin ulteriores fines.

El segundo grupo lo constituyen las ciencias en cuyo conocimiento va algún interés ejecutivo; el hombre con ellas no tiende sólo al conocer, conoce para usar y servirse de sus conocimientos en vista de una obra o de una acción moral: son las ciencias prácticas. Mas dentro de esta estructura práctica de la cultura, debe incluirse el resultado objetivo teleológico de dichas ciencias: el mundo del arte objetivamente considerado.

En esta estructura práctica del espíritu se observa dos dominios diferentes: el del obrar o de la conducta y el del hacer o de la producción. En el primero, el fin es siempre el hombre, su conducta es el uso que hace de su libertad, y a la regulación de este uso se dirige todo en el ámbito práctico-moral de la Cultura. El otro domino, el de la producción, se determina no por el uso que se haga de la libertad, sino por la obra realizada y estimada en sí misma. Apunta, a diferencia del obrar, no a la perfección del hombre, sino a la perfección de la obra. En este dominio debe entrar el arte no sólo en su aspecto subjetivo (hábito artístico), sino también en su concreción histórica (la obra de arte). 

El dominio de la conducta es objeto de la Filosofía de la conducta o Ética; el dominio del hacer es objeto de la Filosofía del arte. Habiendo partido de una división de los objetos fundada en los grados  de abstracción, estas dos ciencias deben incluirse como apartados de una Filosofía del hombre.

               II

Una vez establecido el objeto formal de la Filosofía del arte, comienza su tarea de aclararlo y comprenderlo. El primer problema es determinar la constitución íntima de la obra de arte, sus propiedades, su esencia.

A esta pregunta de carácter general se agrega otra que es también estrictamente estética: ¿Cuál es la esencia propia de cada arte particular? ¿Cuáles son las fronteras entre las artes? La distinción entre artes bellas y no bellas y, dentro de estas últimas, la determinación de las artes bellas particulares es faena filosófica, porque implica una visión de totalidad sin la cual las distinciones serían puramente empíricas. (…)

(…) Al investigar la obra de arte en sí, descubre el filósofo del arte que el conocimiento del valor 

de la obra se da en una relación análoga a la relación de conocimiento: un sujeto contemplador, en un caso, se enfrenta a un objeto artístico o natural que posee valor estético; un sujeto creador, en otro, produce una obra de arte, un objeto artificiado.

Para resolver su propio problema la Estética, o mejor el filósofo del arte, debe resolver problemas    conexos que pueden resumirse en cuatro preguntas:

1.        ¿Qué es la belleza? En la obra de arte bella encontramos ese elemento, la belleza, que no es propio sólo de la obra de arte, porque fenomenológicamente considerados, objetos exteriores a la cultura (una flor, un rostro de adolescente) también son bellos. He aquí un problema metafísico, sin cuya solución no podría el filósofo del arte dar cuenta de su objeto propio.   

2.        El sujeto que goza esa belleza, ¿qué papel representa frente a la obra de arte? ¿Qué actos espirituales cumple en su conocimiento estético? ¿Todo depende de él o el objeto le impone su estructura? He aquí un problema de psicología.

3.       El sujeto que produce el objeto artístico, ¿cómo se comporta interiormente? ¿Crea o imita? ¿Es plenamente consciente y libre en su creación o está inspirado? La sociedad en que el artista vive, ¿es un factor de su producción? Son problemas también de psicología.

4.       Finalmente ha de preguntarse qué relaciones tiene la obra de arte con las otras esferas culturales, especialmente con la Teología y la Moral. Problemas que de derecho corresponden a las nombradas ciencias, pero que de hecho estudia el filósofo del arte. 

 

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